ALL ABOUT WILLIAM PRIETO



Intervención francesa y República restaurada
Al terminar la Guerra de Reforma, Guillermo Prieto continuó ejerciendo su nombramiento de ministro de Hacienda y fue diputado federal de 1861 a 1863. Cuando comenzó la Segunda Intervención Francesa en México, publicó críticas satíricas en El Monarca y en La Chinaca. Separado de su cargo como ministro, acompañó a Juárez hacia el Paso del Norte, y ejerció nuevamente la administración de Correos y la dirección del Diario Oficial.
En 1866 apoyó a Jesús González Ortega en sus pretensiones de dar término al período presidencial de Juárez y asumir el cargo, pero éste negó la realización del cambio de gobierno por encontrarse en tiempos de guerra. Debido a este motivo, González Ortega y Guillermo Prieto se exiliaron a Estados Unidos. Una vez restaurada la República, Prieto regresó a México y fue elegido diputado federal durante cinco legislaturas sucesivas de 1867 a 1877. Se pronunció en contra de la continuación del gobierno de Juárez publicando folletos, y críticas satíricas en La Orquesta y El Semanario Ilustrado.2


No obstante, al morir Margarita Maza, Guillermo Prieto pronunció un discurso durante el sepelio:
"Es acaso posible que mueran las personas a quienes más amamos, pues que es posible que sólo quede vibrante mi voz para caer como sombra de la muerte, como es posible para mi señora objeto de mi devoción por años y años, contemplar su muerte ... como es posible señalar ... joya blanca, azucena de su hogar modesto, mujer acariciada con los brazos de oro de la virtud y la fortuna"
Guillermo Prieto.


Sepulcro de Guillermo Prieto en la Rotonda de las Personas Ilustres (México).
De 1871 a 1873 colaboró para la revista El Domingo y para la revista El Búcaro. Se pronunció en contra del gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada. Y durante la Revolución de Tuxtepec decidió apoyar al gobierno legalista de José María Iglesias, de quien fue ministro de Relaciones Exteriores, ministro de Gobernación, ministro de Justicia e Instrucción Pública, ministro de Fomento y ministro de Hacienda durante breves lapsos de octubre de 1876 a marzo de 1877.2


Durante el porfiriato fue diputado durante nueve legislaturas seguidas de 1880 a 1896. Colaboró para los periódicos La Libertad, El Eco de México, El Republicano, La República, El Federalista, El Tiempo, y El Universal.2
Vivió en Cuernavaca durante sus últimos años debido a que sufrió una lesión cardíaca que le impedía permanecer en la capital de la república.
Concluimos este trabajo con la reproducción de PRIETO POR PRIETO, ingeniosa y eficaz manera de adentrarse en la polifacética vida de este hombre extraordinario, realizada por el editor Rosen que se encargó de publicar la obra completa de Fidel.


Guillermo Prieto, a cien años de su muerteBoris Rosen
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La presente “entrevista”, con el título “Prieto por Prieto”, fue presentada por Boris Rosen, editor encargado de la edición de las Obras completas de Guillermo Prieto (cuya extensión se estima en 37 volúmenes), en ocasión de la celebración nacional del Primer Centenario de la muerte de Prieto, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, el 8 de septiembre de 1997.
Casi toda su producción literaria y costumbrista la firmó con el seudónimo de Fidel. ¿Por qué Fidel? ¿Es algún personaje conocido suyo?
Fidel se llamaba el acompañante de Ramón Mesonero (el Curioso Parlante), autor de los cuadros costumbristas del Madrid viejo y nuevo, escritos que me encantaron y que me inspiraron para imitarlos en la prensa mexicana.
¿Qué opina usted sobre su extensa y admirable obra poética?
Economistas, políticos y algunas otras personas han querido usar mi título de poeta como estigma e imprimirlo en mi frente; en momentos solemnes yo lo acepto y me sirvo de él, tal como declaré en mi conferencia en el Colegio de Abogados en 1873.


¿Qué opina de los críticos?
Los críticos –escribí en un prólogo a Horas de tristeza de Florencio M. del Castillo, en 1864– son como algunos médicos que pueden tener tranquilo el juicio y conservar fría su razón observando una enfermedad, mientras el paciente se retuerce por los dolores y hiere los cielos con sus alaridos y angustias; pero el padre, el amigo, el conocido del doliente, ¿pueden poseer esa bárbara imparcialidad que, sin embargo, se llama buen criterio y refinado gusto?
En su vejez, ¿qué opina sobre sus amigos personales y políticos de toda la vida?
La sociedad de amigos ilustrados es preciosa, pero a mi edad los efectos del alma son retrospectivos. Mis amigos de corazón, con pocas excepciones, han muerto, y en cuanto a mis amigos políticos hay curvas y rectas, y los afectos valen un comino. Encerrarse en esa especie de egolatría por obligación es para mí encerrarse en una rica despensa a comer y beber bien dentro de una plaza sitiada por el hambre.
¿Qué opina de los indios y de las soluciones a sus problemas?



Sobre los indios mucho se habría avanzado con estudios sobre sus propiedades, las artes a las que se dedican, las plantas y yerbas que usan para su alimentación y su medicina, así como los medios para que ingresen a la civilización; pero esa raza muere devorada por los vicios, por la barbarie y por nuestro abandono. Toda una escuela materialista ha proclamado que los indios deben perecer y que son refractarios a la civilización. A mí me parece que la gran obra de la regeneración social deberá comenzar primeramente de abajo para arriba, es decir, rehabilitando al indio, alentando el trabajo y dando entrada a Dios en las escuelas. En cuanto al estudio de los indios he comenzado algo, pero por las dificultades que acarrea la mala vista tengo que arrastrar los embarazos del dictado, cuando nunca antes había escrito sino de mi mano mis producciones.
¿Quién ha patrocinado los gastos de la publicación de su obra, digamos sus Lecciones de historia patria?


El gobierno me dio la impresión, pero los gastos de papel, encuadernación, exprés, portes, etcétera, me tienen sumido en muy serios compromisos; temo que el desprecio pague mis afanes y castigue mis pretensiones pues, hasta ahora, de cinco gobernadores a quienes he pedido ayuda de diez o quince ejemplares, sólo me ha contestado el de Querétaro.
¿Qué obras ha leído? ¿Quiénes son sus autores preferidos?
No sé latín, aunque tengo pasión por los latinos, pues los he leído con asiduidad en traducciones. ¡Oh, mi torpeza para la lengua de Cicerón y de Horacio es inverosímil!, pero los conozco bien porque mi maestro me los traducía y explicaba maravillosamente. Soy tan bruto y tan negado que no entiendo ni una receta ni nada, no obstante que conozco en francés, castellano e italiano a poetas y escritores latinos, de quienes soy un apasionado. Dejaré en herencia mi biblioteca que consta de 4 931 volúmenes.
Tuve la oportunidad de consultarla, pues su hijo Manuel la donó a la Biblioteca Nacional de México en 1900. Ahí encontré El príncipe de Maquiavelo. ¿Lo leyó usted? ¿Tuvo alguna influencia en su orientación política liberal?
Claro que lo leí, pero no fue posible que yo –a quien mis contemporáneos calificaron como “político romántico” o “político lírico”– estuviera de acuerdo con los consejos astutos y engañosos de Maquiavelo.
En el ocaso de su vida, ¿qué opina acerca de la religión?




Qué bueno que me hace esta pregunta porque gran parte de los mexicanos cree que el movimiento de la Reforma fue ateo, que estuvo contra la religión católica. Falso de toda falsedad. En el Congreso Constituyente, Francisco Zarco reveló que era católico practicante, y en 1868, en el debate sobre los derechos ciudadanos del clero, declaró: “Hay en las Leyes de Reforma algunas cosas que no son sino transitorias; armas de partido de que debíamos echar mano para abatir al clero que estaba poderoso, pero estas disposiciones deben desaparecer. La ley que prohíbe las procesiones es una de ellas”. Por lo que a mí toca, yo fui el más religioso de todos los liberales, puros o moderados. Yo soy ante todo adorador de un Dios de amor y de bondad, soy cristiano hasta las cachas (prueba de ello son las 31 poesías religiosas que están incluidas en el tomo xix de mis Obras completas), pero en cuanto a los que hacen mundana la religión, trafican y cubren picardías a título de cristianos (que se dicen así), son malos mexicanos, gachupinados, extranjerados y traidores, me derraman la bilis, los detesto. Si no le satisface mi respuesta le puedo mencionar otros ejemplos de religiosidad.
Me satisface su respuesta y espero que habrá de satisfacer a muchos otros; pero, déjeme preguntarle, ¿qué opina sobre la pena de muerte?
Soy costumbrista, poeta inspirado por la musa callejera, cronista, periodista y algo más; pero antes que nada y sobre todo soy un humanista (perdón por mi falsa modestia). Me enorgullece haber sido el humanista mexicano del siglo xix. Gracias a ello me han respetado y querido tanto. Entonces, siendo humanista, ¿podría ser partidario de esa barbarie que se llama pena de muerte? Pero déjeme recordar algo: en junio de 1891 me encargué de la defensa de un tal Luis Izaguirre, sin haber estudiado Derecho. Como era de esperarse mi cliente fue condenado a muerte, y por el coraje caí enfermo varios días. A mi amigo Agustín Rivera de Sanromán, distinguido cura de Los Altos de Jalisco, a quien durante mis últimos diez años de vida escribí más de cien cartas, le informé lo siguiente: “Estos tigres de la jurisprudencia son la condenación. Estos implacables del Derecho que… vuelven férreo contra quien tienen debajo, me asquea… a esos hombres que aman la sangre les tengo horror”.
¿Qué opina sobre su actuación como diputado en el Congreso de la Unión?
¿Qué quiere que le diga? Entre nos, todos nos rajamos y yo fui el primero. No levanté ahí mi voto contra mucho de lo que me disgustaba por miedo al hambre de mis hijos.
¿Qué opina sobre el ocio en la tercera edad?
El ocio me parece el peor de todos los males. Tengo la máxima de que para un viejo más vale estar mal acompañado que solo. Si falta a la vida su gran atractivo de procurar el bien como lo concibo, más vale morir. Los que sentimos simpatía por los infelices tenemos mucho qué hacer.
¿Cómo anda de salud? ¿Cómo cura sus achaques y enfermedades? Muchos de sus críticos y enemigos han insistido en que toda la vida exageró y dramatizó sus achaques.
¿Qué esperaba usted de mis enemigos? Son mentiras, puras mentiras. Hace 40 años que padezco dispepsia. La pobreza, los desórdenes personales, el estudio, las prisiones, exacerbaron mi saud a tal punto que degeneró en dispepsia: comía, bebía, deponía y volvía a mis excesos de guía, sin haber perdido jamás la cabeza. Pero desde hace 20 años, acobardado por tercos ataques, la grasa me daña, los vinos y licores me acedan, los líquidos en general me ponen a la muerte, el dulce me agria, los enfriamientos atmosféricos me orillan a dolores y sufrimientos indecibles. Yo mejoraría si lograra corregir mis ácidos, mis ácidos, y hacerme potable la leche. Ningún médico sale de la rutina del carbonato y la nuez vómica, de ésta a los alcalinos o a los purgantes. Jugo de carne, arroz, carne a la parrilla, café, y esto a mañana, tarde y noche, sin que cambie nada esta vida que me aleja del mundo y me sujeta a mil privaciones. Le han dado mil nombres a mi enfermedad, sin adelantar los sabios a la primera vieja que me dijo: falta de digestión.
¿Cuál ha sido el intelectual mexicano y liberal de su preferencia?
Varios, mas ahora sólo mencionaré uno: José María Iglesias. Sin vacilación por sus virtudes, por sus talentos y asombrosa erudición, se le debe colocar en lugar muy prominente. Si Iglesias no hubiera sido retraído, modesto hasta el recogimiento y la misantropía, sería el hombre más notable en las letras de México.
¿En qué ocupa cotidianamente su tiempo?
Me levanto a las cuatro o cuatro y media de la mañana, me desayuno y me dedico a alguna de las obras que tengo pendientes. Mis memorias, que van de 1828 a 1872; El romancero de la Reforma, Estudios de economía política, Causas y remedios de la miseria (trabajo que nunca terminé ni se publicó), la corrección de las distintas ediciones de mi Historia patria. Para descanso, en el preciso tiempo cuando preparan el desayuno, hago romancitos. Ocupo en las obras dos horas y sigo con la correspondencia y la charla con Manuel, mi hijo. A las nueve voy a México a charlar con mis amigos o a la biblioteca, y regreso a las dos para comer, con mis hijos Manuel y Guillermo, y Emilia, mi esposa, verdadera santa que me vela, me guisa, me cura y que a mi vejez casi ha profesado de monja. Mis nietos Guillermo y María son encantadores. Por fallarme la vista, mi esposa me lee, y escribo a tientas, comiéndome palabras y haciendo borrones.
¿Qué me dice de sus penurias económicas? ¿Es cierto que murió en la miseria más espantosa?
Durante mi larga vida hubo momentos en que me encontré prácticamente en la calle, en la pobreza más absoluta. Ocuparía mucho tiempo en relatar todas las situaciones de penuria por las que he pasado. Pero según se advierte en mi testamento no llegué al final de la vida como un miserable; pude dejar a mis hijos en herencia algunos bienes no muy escasos.
¿Cómo sintetizaría su vida?
Lo hice en un poema autobiográfico que cayó después en manos del crítico de teatro Armando de Maria y Campos, quien en 1962 lo leyó en el Club de Periodistas. Dice así:




Nací el año de dieciocho
según dicen malas lenguas,
al retirarse las nieves
y en la furia de la seca.

Formaba extraños contrastes
mi confusa parentela,
por una parte rancheros
más erizos que la cerda;
por otra, próceres altos
de calzón corto y coleta.
Mandaba la Nueva España
por un extremo Novella
y por la otra el hervidero
de Guerrero y la Insurgencia,
así es que ha sido mi vida
un perpetuo viceversa
de crecientes y menguantes,
de posiciones a medias,
de cuasis, de verbigracias
y de nada a las derechas.

Pasé mi infancia en los campos
en medio de la riqueza,
y fui prodigio en los saltos,
espanto en las machincuepas,
en la pelota un asombro
y en las maromas presea.
Enseñáronme mis primas
de amor las primeras letras
y fui tan aprovechado
que dejé nombre en la escuela,
y no por mis adelantos,
por mis constantes peleas.
La orfandad me hirió alevosa
y me ultrajó la miseria

En la política ingrata
arrojéme de cabeza
y unas veces en su sima
otras en su cumbre excelsa.
Visité obscuras prisiones,
gocé contentos y fiestas;
después de perderlo todo
me hallé sin una peseta;
no aludo a mis cualidades,
a las malas ni a las buenas,
porque éstas con cultivarlas
me dan rica recompensa.
Las otras dejo que corran
sin contradicción ni rienda,
que fuera robar el pasto
a las enemigas lenguas.

Después del homenaje que me rindió la intelectualidad mexicana en la tarde del 9 de noviembre de 1890, con motivo de haber ganado en un concurso la Corona de Plata como el poeta más popular de México, escribí otra breve poesía autobiográfica:

Hoy viejo y desengañado
de la mundanal comedia
me ocupa más que el renombre
los dolores de mis piernas;
más mis cólicos frecuentes
que las humanas riquezas,
y más el arroz y el pollo
y mi amada cocinera,
que las beldades olímpicas
que el alto quirie embelesan…
y aquí concluyo señores
con un etcétera, etcétera…


Se dice que usted le tenía horror al agua. ¿Qué opina sobre esto?
Es verdad, yo nunca me ocupé de mi aspecto físico ni del aseo personal. Jamás se me ocurrió ponerme frente al espejo para ver si tenía bien el nudo de la corbata o si me había puesto bien el sombrero. Siempre estaba ocupado en otras cosas que consideré más importantes. Lo que puedo informarle es lo que otros amigos han escrito sobre el particular. Alfredo Bartlot, liberal francés que llegó a México en 1849 para quedarse, y quien participó en forma destacada en nuestra vida cultural y periodística, publicó en 1873, con el seudónimo de Prometeo, una entrevista conmigo, en la que contó el siguiente episodio:



– ¡Valeria!
(No contesta la criada.)
– ¡¡Valeria!!
(Oye la criada pero no hace caso.)
– ¡¡¡Valeria!!!
(Y sale Guillermo Prieto en calzoncillos hasta la puerta de la cocina.)
– Valeria, ¿no me oyes?
– Mande usted, niño.
–¿Qué estás haciendo ahí?
– Estaba leyendo una poesía de Zorrilla.
– ¡Qué todavía no acabas el tomo?
– Ah, señor, lo vuelvo a leer. ¡Me gusta tanto!
– Deja a ese tal a un lado, y tráeme agua.
– Agua, sí señor.
(Y Valeria se presenta media hora después en el cuarto de dormir de su amo, con un vaso de agua en una charola.)
– Aquí está el agua, niño.
– No quiero agua para beber, hija.
– ¿Pues de cuál, niño?
– ¡Agua para lavarme!
(Es tal la estupefacción de Valeria que, ¡patatrás! Suelta charola, vaso y agua, y toma un baño de pies que no estaba en su programa del día.)
– Señor, ¿qué le pasa? ¿Está usted enfermo?
(Pregunta ansiosa al “amito”.)
– No mujer; voy a comer al Tivolí. Dame camisa limpia.
(Nuevo y mayor asombro de Valeria.)
– Niño, la que lleva usted puesta está todavía blanquita: apenas hace ocho días que se la puso usted.
– No le hace, no le hace, hoy quiero darme ese lujo y me he de poner de veinticinco alfileres. Ya verás.
(Poco después sale Guillermo de su casa, no sin antes lanzar una mirada de orgullosa satisfacción al espejo, con las uñas sin luto, con la corbata casi atada, afeitadito, casi peinado, flamante, elegante y remozado, en fin, hecho un lechuguino. Tiene veinte años menos, es ligero como una mariposa y alegre como una pascua.
Adolece esa debilidad, su defecto capital es la hidrofobia intermitente, en su santo horror del agua, si no le hubiera bautizado al nacer, moriría cargando el pecado original, antes que someterse a las abluciones de la pila bautismal. Pero, en cambio, ¡cuántas cualidades y cuántas virtudes! ¡Cuánto talento y cuánto genio!)

Y concluía Bartlot:
“Es una noble naturaleza, es una gran figura y su nombre será gloria nacional. Pero, Guillermo, por Dios, ¡lávate!”


Por otra parte, Luis González Obregón, con quien acostumbraba hacer largas caminatas, relató en 1888, en sus Reminiscencias:
El paso de Prieto es vacilante, su voz bastante opaca, la vista de miope incorregible y la barba y cabellos blancos, contrastando con el negro de la montera, que usaba siempre medio ladeada. Ni de joven, ni de viejo cuando yo lo traté, se preocupó por el vestido. Sombrero de fieltro de alas anchas, corbata de lazo mal anudado que encubría apenas los restos del desayuno o del almuerzo en la blanca pechera de la camisa, chaleco casi siempre desabotonado, pantalón rodilludo, levita de luengos faldones, sobada y lustrosa en el cuello, codos y mangas y zapatos de suela gruesa bastante aseados –¡cosa extraña!– constituían su traje habitual y favorito. El rostro pletórico de verrugas, lunares, manchas y otros achaques seniles, alterado con las gesticulaciones por el cerrar y abrir de los ojos miopes, y el mover de continuo de los labios, por la molestia que le causaba quizá el freno de la postiza dentadura.


Me gustaría hacerle algunas otras preguntas, pero veo que lo estoy cansando y abusando de su generosidad. Así que ahí va la última: En el ocaso de su vida, ¿cuál es el balance definitivo sobre su multifacética actividad durante más de 60 años? ¿Positivo o negativo?
Negativo. Yo creí que recordar las glorias de la patria, ensalzar a sus héroes ejemplares, e inspirar amor por el engrandecimiento de la tierra en que nacimos, sería un atractivo para los buenos mexicanos, pero me he llevado un chasco y he tenido cruel castigo por mi necia vanidad. En realidad no tenemos patria. Los gachupines son dueños de la riqueza territorial, del país y de los sentimientos de la Colonia, leales a su rey; los ricos de la revolución son europeos; la mayor parte de los clérigos son de Roma. Los indios son de nadie, los empleados son del que les paga, y hay unos cuantos locos parcos que no tienen una peseta libre para comprar un libro. Balance triste y decepcionante, ¿verdad?
Yo he dicho en alguna ocasión que nosotros los liberales sabemos cómo empezar nuestros proyectos, pero no sabemos cómo terminarlos. Fuimos los iniciadores del proyecto liberal para construir un México moderno, democrático, republicano e independiente. Tocará a las futuras generaciones, a la juventud, continuarlo y terminarlo. Así lo espero.


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